La última vez que subió a la ciudad, le fue bastante mal. No tenía con quien hablar, se sentía solo, triste y nostálgico. Quería estallarse, pero no había como y no valía. Quizás fue por eso que le fue tan horrible, que no durmió, no comió y sentía fuertes ganas de vomitar en el colectivo. Pues, al llegar, ya estaba listo para volver.
Las cosas no se mejoraron mucho en la ciudad tampoco. Era la primera vez que andaba verdaderamente solo en esa tierra extranjera y lo sentía mucho. Se dio cuenta de que, realmente, no importaba mucho, podría haber estado un montón de gente y se habría sentido igual. La ciudad era reconocible, pero era diferente, ¿o era él el diferente? Esa época simplemente no fue suya y punto.
Sabía que el volver al oriente le haría bien, pero no esperaba que el tránsito fuera tan bárbaro. Él sabía que lo iba a joder solito, pero quería volver igual y tenía que subir al colectivo a las dieciséis en punto, en Cumbayá. Tenía que ser temprano, no entendía bien por qué. A la vez, andaba suficientemente tranquilo. Estaba por dejar atrás la ciudad fría, la locura de ella, la contaminación, la “bulla,” como decían ahí (contaminación auditoria), y el “quilombo,” como decimos en Argentina. Ya sentía muchas ganas de estar en su querida selva y relajarse allí.
Sabía que se sentiría mil veces mejor al llegar a casa, a verla a ella y al trabajar tranquilo. Tenía, como siempre, muchas cosas en la mente; pensaba en las vacaciones de Navidad, en el pasado, en el futuro y todo lo que implicaba lo que estaba sucediendo en el presente. También se preguntó, “pienso demasiado, ¿verdad?” La gente andaba bastante feliz; era feriado y la ciudad de la boca de la selva estaba repleta, a full. Él pensó, en ese momento, que era interesante como había perdido algunas cosas de su cultura de pibes y tierras gauchas, pero ganado tantas de esa magnífica tierra amazónica de la mitad del mundo.
Él llegó a tiempo, a las dieciséis, el colectivo, sin embargo, se demoró media hora más. Fue bárbaro subir al cole que salía de la ciudad y ver que era el mismo de antes, con el mismo conductor y ayudante de la última vez. No le fue tan mal como esperaba. Llegó rápido, charlando con su nuevo amigo conductor. A llegar, quería festejar en la ciudad con la demás gente, pero no lo sentía lo suficiente y se pasó a dormir en un lugar que le había ofrecido tan amablemente. Se acostó, escuchando la farra desde la ventana. No pudo dormir, se quedó despierto, queriendo estar en medio de la joda y andar feliz como todo el mundo. Sin embargo, no conocía a casi nadie en esa ciudad nueva y ¿quién le invitaría? Ya le habría enojado a su única amiga ahí.
Al final, durmió poco más que un par de horas, madrugando con añoranza de baile y joda bonaerense. Se marchó temprano, buscando un lugar donde desayunar, pero, más que eso, buscando cómo resolver la estupidez que había hecho la noche anterior. Comió, trataba de tranquilizarse, pero no resultó de mucho. Llamó una vez más, eso después de haber desayunado en el único café que conocía. No estaba, o, por lo menos, no contestó. Él estaba ya lo suficiente preocupado, pero de gana porque lo hizo todo él mismo. Pues era con razón, había dicho algo bien estúpido la noche anterior. No podía hacer nada, ya fue ya está.
Se sentía inútil y tonto por lo que hizo y por el hecho que no podía corregirlo, pero tenía que marcharse. Su último chance de salir de la ciudad de la boca selvática se iba en el colectivo de las once y él tenía que estar ahí. La selva lo llamaba en voz alta. Fue raro, al inicio, volver solo a la comunidad. Pensó que iba a reconocer a gente en el colectivo o, por lo menos, al llegar a la comuna, pero no ocurrió. O sea, vio a un par de conocidos, pero nadie que se sentaría a conversar un rato con él. Se dio cuenta de que estaba siendo estúpidamente melancólico, deprimente y melodramático, realmente. No tenía que molestarse tanto; sí, pensaba demasiado. Como dijo ella, “todo con su tiempo…”
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